


Carta al lector
Me piden que me refiera a las «generaciones». Bien: No creo en las generaciones.
Ellas son un invento para acomodar períodos históricos, grupos intelectuales o políticos que no tienen otros parámetros para cohesionarse, justificar quehaceres propios de una organización relativamente poco estructurada. Me lleno de preguntas. ¿Fue – es – el nazismo alemán el resultado de una generación? ¿Fue – es –el franquismo español el proyecto de una generación? ¿Todos los que nacen en una misma época piensan igual o reaccionan igual frente a los acontecimientos sociales, políticos, naturales? ¿Existe «la generación de mis padres»? ¿O la de mis abuelos? ¿O la mía?
Para los autores de algunas antologías poéticas, pertenezco a la «generación del 80». Para otros a ninguna. Por mi parte, yo me siento parte de la generación del 98 (1898) en España, pues tengo ideas parecidas a las de Unamuno, me identifico con la redacción de Baroja, me inquieta de Azorín, algo de Antonio Machado en la vocación poética. Me hermano a ellos en el sentido de estar convencido de que se ha cerrado un mundo y se está abriendo otro, en la certeza de que los procesos sociales no son breves, sino largamente desplazados por el tiempo. Por eso, esa «generación del 98» puede seguir actuando por medio de representantes que aun estamos vivos.
A los 75, me siento joven como se sintió Unamuno hasta la víspera de su muerte, habiendo tenido experiencias casi tan dramáticas (o más) como las que él vivió. La diferencia con su situación es que me tocó vivir el triunfo de la muerte en mis años de inicio como académico y como poeta. La dictadura me expulsó de la Universidad de Chile y los censores me prohibieron publicar mi segundo poemario. Tal como le sucedió a muchos académicos y a muchos escritores. Habiendo vivido lo mismo, ¿podría decir que soy parte de la «generación de los expulsados de las universidades por la dictadura»? De ser así, pertenecería a la misma generación que el decano Palacios, que el profesor Álvaro Bunster, que el rector Enríquez Froeden y el académico Galo Gómez de Concepción. ¡Pero no! Ellos eran mucho mayores que yo, ni siquiera me conocieron aunque corrimos suertes parecidas.
¿Puedo, entonces decir que soy de la misma generación de aquellos a los que le impedían publicar sus poemas y debíamos hacerlo de modo clandestino o limitarnos a guardar silencio literario? ¿Sería de la misma generación que los muchachos que un lustro después del golpe de Estado iniciaban su camino poético y de Armando Uribe tantísimo mayor que yo? ¡No! No somos generación, somos simplemente afectados por la dictadura.
No creo en el concepto de «generaciones». ¿Cuál es mi generación? ¿Y la tuya, que lees en el siglo XXI estas páginas por medios tecnológicos? Ahora que escribo en la computadora, ¿pertenezco a las nuevas generaciones?
Y leo la prensa (por internet, aunque todavía compro diarios de papel que cada día traen menos páginas) donde se dice que los jóvenes piensan de tal o cual manera. Y que los viejos. Y otros proponen que para ser presidente haya que tener más de 40 años, mientras que algunos reclamamos que a los 75 años ya no se puedan ejercer determinados cargos. No creo que «los jóvenes o los viejos piensen de tal o cual manera» por el mero hecho de la edad que tienen. Son las ideas y el desarrollo de cada ser humano en sus vertientes física, mental, espiritual y emocional, las que van posicionando a las personas en grupos. En política me siento más cercano a Bernardo Leighton que muchos de mis compañeros de universidad y comparto más visión de país con el joven dirigente político Diego Calderón, que con tanto diputado o senador que anda de los 60 para arriba. Porque lo que me une a ellos es una manera de pensar y las conductas consecuentes. No el hecho de haber estado en la universidad en la misma época o tener edades parecidas.
No creo en el concepto de «generaciones».
Pero si tú, lector, lectora, me obligas, deberé decirte que creo que pertenezco a la afortunada generación de los soñadores, de los esperanzados, de los que creemos que es verdad que somos protagonistas del tránsito de una Era a otra, que conocimos el pasado, que hemos padecido y gozado intensamente el presente y que aspiramos a colaborar en la construcción de un futuro en que los humanos podamos ser felices aunque no tengamos permiso, siguiendo el modelo Benedetti.
Mientras unos son dominados por el miedo y otros por la desesperación y la angustia, algunos por la violencia y la irritación perpetua, otros miramos el futuro con los pies puestos en el presente, sabiendo que los humanos que irán naciendo podrán gozar de un mundo mejor.
Aunque no sepan si son o no parte de una nueva generación.

LA CHARLA DE JAIME HALES «Nueva Era / Nueva Humanidad»
“Hay virtud en hacer como en no hacer”
Somos libres de experimentar la vida en el cauce del tiempo.
Herederos de la memoria, muchas veces nos sumergirnos en la galería de cuadros de los recuerdos… esa añoranza nostálgica que nos besa a la distancia aferrándonos a un ayer ya ido. El riesgo es quedarnos atrapados en la traza del tiempo pasado.
Hay también aquellos momentos, en que la victoria se afana por una corona que no le pertenece, entonces su dulzura se desvanece como un vino en soles de una tarde roja. La elección es nuestra, pero seamos consientes de que, el amor, la confianza, la creatividad y todo lo que puedan imaginar que mana de nuestra madre tierra es algo que podemos alcanzar comprendiendo que el tiempo no tiene tiempo.
Para avanzar y crecer, a veces hay que detenerse, parar y libres de todo aferramiento, elegir en armonía con nuestra naturaleza y nuestra esencia, el momento en que la energía ha vuelto a fluir desde el HOY que somos, para retomar la acción.

CONSTRUYENDO DEMOCRACIA: entre el amor y el miedo
Jaime Hales
Hace un tiempo escribí un artículo sobre el miedo. Permanentemente nos encontramos con personas que anuncian catástrofes, tiempos difíciles, crisis económicas, violencia generalizada, a veces el fin del mundo, otras solamente algo terrible innominado. Mi hipótesis al respecto es que esas personas necesitan figuración y poder, porque al aterrar a otros ellos pretenden ser los únicos que pueden tener los mecanismos de salvación. La secta de Antares de la Luz estaba en esa línea. Todos sus seguidores estaban convencidos de que solo él podía guiarlos a la salvación frente al cataclismo que se avecinaba. Y él, para demostrar su poder, hacía cosas como aquel sacrificio humano que permitió procesar a algunos de sus seguidores. No hubo condena, pues ellos estaban completamente alienados por este líder del terror. Y como él, muchos otros, algunos buenos y otros malos, pero todos advirtiendo que este mes o esta semana o este año, habrán de suceder cosas terribles ante las que tenemos que estar preparados. Y sólo nos preparamos si ponemos atención a la luz cual o a la oración de tal santo. El miedo.
Nuevamente el miedo, penetrando por todos los rincones de la sociedad, apoderándose de persona solitarias o agrupadas, de jóvenes y viejos, de mujeres y de hombres. El miedo como instrumento de poder. Porque si yo logro que todos se asusten y yo no estoy aterrado, los demás se someterán a este poder que me permite enfrentar a los malos, al asustador, al “cuco” de la infancia.
Llegarán los malos y entonces, grita el desesperado, “¿Quién podrá defendernos?”. Y serán el Chapulín Colorado, Superman, Batman, Antares. Alguien milagroso, heroico, poderoso, que habrá de vencer los peligros y que se consagrará como el único (la única) capaz de salvar al país, al planeta, a la ciudad o a mí. Son los héroes virtuosos (frase clave para que la iglesia católica proclame a un beato o a un santo), aquel que expone su vida para protegerme cuando yo tengo miedo y me siento paralizado.
En tiempos de elecciones hay muchos que trabajan el miedo como su arma principal. Lo han hecho todos en algún momento, con mayor o menos gravedad, con menor o mayor éxito. La campaña del terror de 1963-1964 fue tan intensa que hasta sus propios autores se asustaron y cuando se dieron cuenta que su héroe no era más que un paquete que anunciaba cuajarones de sangre por la ciudad, lo abandonaron aterrados y estuvieron listos a dar su apoyo a quien nada les dio a cambio. El miedo fue terrible y resultaron víctimas de sí mismos.
Y luego siguieron con el tema del miedo. Unos anunciaron el miedo a los comunistas. Otros proclamaron el miedo a volver al pasado. Y entonces cuando lo importante parecía ser no “dar ni un paso atrás”, se produjo el estrellón que nos llevó por un despeñadero. Y algunos, nuevamente asustados por sí mismos, se armaron primero y luego incitaron a los militares, quienes actuaron como si hubiera un enemigo en armas en su contra. Todo por el miedo. Y la población se aterró y, gracias al miedo, la situación se prolongó, pues cuando en algún momento pareció que se regresaría al cauce, los que encabezaban el proceso se acomodaron, aterrados. Y hubo una primera campaña – plebiscito – en la que el miedo se confrontó con el anuncio de que venía la alegría. Y esa esperanza movió las energías para el cambio, que fue importante, pero no suficiente, ya que el “acomodo” acomodó a todos los actores principales, mientras los secundarios y extras – el pueblo se le decía antes – no tuvieron más que esperar el desarrollo de los acontecimientos. Pero, pese a todo, se fue plasmando un tejido y la sociedad rearmó propuestas; se abrió el trabajo cultural; el mundo holístico – antes esotérico, ahora exotérico – comenzó a ocupar un espacio importante. Como dicen todos ahora, “el país cambió” y eso exigía una recomposición de las alianzas y de los programas, repreguntarse qué es lo que hay que hacer para avanzar hacia esa sociedad de justicia, de participación, de respeto por las personas.
Entonces de nuevo el discurso del miedo a los comunistas, que hoy no superan el 5%. Y se trata de que hay que cuidarse de ellos y si bien no se comen las guaguas ahora, “quieren echar todo por la borda”como dijo un ex ministro. Se nos metió miedo con su llegada al poder, con un ministro y un par desubsecretarios y los políticos se asustan y los presidentes de partidos lanzan anatemas. Pero el miedo mayor quedó casi subliminal, cuando uno candidato que trabajaba el miedo a los comunistas dijo, en referencia a si acaso estaba o no arrepentido de haber servido a un régimen que violaba los derechos humanos: “Yo espero que nunca se den de nuevo las condiciones para que eso pase”.
Es decir, ahora tenemos que tener miedo que algunos señores, refugiados en los contrafuertes de la cordillera, se vuelvan a alzar mandando a sus soldados por delante. Y así sigue el cuento.
Lo que se opone al miedo es el amor. Yo no soy candidato, gracias a dios, pero llamo a definir posiciones no desde el miedo a que salga tal o cual, sino desde una propuesta amorosa para la mayoría de los chilenos. Ojalá para todos, pero parece que siempre habrá descontentos con un programa u otro. Pero si una buena mayoría se siente feliz, tal vez se alcance una masa crítica suficiente como para que todo vaya cambiando.
Es la hora del amor y no del miedo, es la hora de atreverse a decir lo que queremos y no callar por temor ni elegir males menores. Trabajemos democráticamente, convencidos de que tenemos derecho a proponer, a participar, a intentar ganar adeptos para construir algo nuevo y no sólo a evitar que alguien que tiene ideas que nos gustan pueda llegar a ser presidente.

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Arte en marcha, ¿Dudas?
