En artículos previos me he referido a los grandes temas que la sociedad debe asumir para
construir otro tipo de relaciones humanas y una nueva forma de vivir. También he señalado
los principios y estilos que en mi opinión deben inspirar y orientar las decisiones, tanto del
pueblo como de las autoridades elegidas por él. El camino propuesto es comenzar a
transformar nuestra realidad desde la experiencia personal y comunitaria en un proceso que
deberá ser revolucionario
El gran pensador chileno don Jaime Castillo Velasco definía la revolución como “un cambio
profundo, global y rápido de las estructuras de una sociedad”, la que debe ser impulsada con
un sentido finalista. En su libro “Los caminos de la Revolución”, Castillo se refiere a esto,
marcando las diferencias que existen entre distintos procesos revolucionarios. La distinción
principal que hace es entre las revoluciones violentas o “catastróficas”, como él las llama y las
revoluciones de corte pacífico, en las que el proceso transformador es paulatino y gradual, sin
cataclismos sociales ni derrumbes económicos.
El camino que se elige para llevar adelante la tarea de las transformaciones debe ser
consistente y coherente con el mundo que se quiere construir. Eso es lo que él llama “sentido
finalista” y que comparto plenamente.
No se puede llegar a una meta de paz y armonía social mediante el ejercicio de la violencia o
la imposición de conceptos por la mera fuerza de las armas. Los elementos que conforman la
nueva sociedad a la que nos hemos referido en los artículos precedentes en esta revista, no
dan cabida a la existencia de rupturas que signifiquen la imposición o dominio de unos sobre
otros, sino, por sobre todo, la apertura hacia el acuerdo de voluntades sobre ciertos mínimos
éticos comunes.
